lunes, 19 de noviembre de 2007

ARRASTRANDO A ALFARO. X. Andrade


ARRASTRANDO A ALFARO
X.Andrade
*al aire por
www.radiotropicana.com.ec en octubre 3, 2007


Guayaquil, Viernes, septiembre 28 de 2007. El tiempo ha llegado. Una campaña política equivalente a meses ininterrumpidos de escuchar propaganda en la radio y de verla continuamente en televisión durante varias semanas ha terminado finalmente al inicio de este mismo día. El principal referente, el nombre y la imagen de Don Eloy Alfaro –líder histórico de la Revolución Liberal (1865-1895) fueron citados reiterativamente. Desde bancadas opuestas, las narrativas visuales o textuales colaboraron al posicionamiento de Alfaro como un símbolo actualizado. De hecho, me atrevería a pensar que, desde su muerte en Quito como producto de su linchamiento en 1912, nunca Alfaro ha sido tan ampliamente referido en la esfera pública como ahora, un siglo después de haber sido arrastrado a lo largo de la ciudad de entonces e incinerado en una pira, en lo que ahora es un parque. Nunca me ha dejado de parecer un tanto macabro que el lugar de los hechos se halle marcado precisamente por la escultura de una antorcha cuando convertido en una humana fue el propio Alfaro. Hay una cara definitivamente obscura en ese símbolo de libertad que también decora su tumba en el Cementerio General.


Esta “hoguera bárbara”, como la llamara para la posteridad el literato e historiador Alfredo Pareja Diezcanseco, no fue, al contrario de lo que la memoria colectiva sobre ello y la referencia sugiere, un acto singular. De hecho, los descuartizamientos tuvieron lugar casi simultáneamente en otros lares y fueron aplicados a tantos otros líderes revolucionarios. Frente a la Plaza de San Francisco, paradójicamente junto a una matriz de la transnacional de comida chatarra Mc Donald’s, por ejemplo, fue quemado Don Pedro Montero. El mundo de las ironías que componen las ruinas de una ciudad, por supuesto, es inagotable: en su homenaje, está colocada en la fachada del edificio de una estación de bomberos una pequeña placa eregida por sus familiares en fechas posteriores, transformándola en el único rastro que queda de esta arqueología del fanatismo, una historia digna de ser excabada para entender el impulso sectario y el lenguaje de odio que, muchas veces, informan las actuales nociones políticas de “guayaquileñidad”.


Así como el General Montero no habrá alcanzado a imaginar que un Sábado al mes el show de niños del payasito Ronald Mc Donald sería su forma más próxima de reiterado homenaje, tampoco el General Alfaro podía anticipar como está siendo arrastrado de territorio en territorio. Alfaro está teniendo sus quince minutos de renovada fama, al punto de estar siendo inscrito en el campo del kitsch político en el Ecuador contemporáneo como resultado de la reproducción mecánica de su imagen y discursos. Para ello, por supuesto, varias suertes de manipulación emergen desde izquierdas y derechas por igual. Desde la erección de la sede de la Asamblea Constituyente en Montecristi, que incluye en su diseño al propio rostro del General a la manera de un enorme convidado de piedra al festín de su memoria, pasando por la toma televisiva de su figura a la manera de adorno de repisa en el espacio doméstico de uno de los mayores opositores del actual regimen, hasta verse estampado en gorras, bandanas y banderas cuando no es citado a carajazos. Alfaro ha sido resucitado, advierten.


Alfaro está siendo nuevamente arrastrado, sugiere directamente la nueva obra de Oscar Santillán. Alfaro está siendo nuevamente arrastrado desde el taller artístico del colectivo La Limpia hasta una intersección en plena Bahía de Guayaquil, ida y vuelta al mercado formalizado de bienes piratizados más grande del país durante tres días. Allí, en un espacio delimitado naturalmente entre un bloque de kioscos, una maqueta que reproduce literalmente al mayor monumento eregido a la memoria del líder liberal en la ciudad, aquél cuyo traslado fuera motivo de un conato que incluyeron acusaciones de corrupción en el gobierno pasado, viene siendo instalada sobre un precario mesón blanco. Los vendedores de la zona, quienes, poco a poco, empiezan a ver a este nuevo objeto como parte de su paisaje comercial y los compradores usuales no dejan de hacer sus comentarios. Ellos, a veces, son solamente una mirada silenciosa, sospechosa. Algunos inquieren sobre el costo de la obra, muchos especulan sobre el material utilizado como tratando de asir la historia desde lo físico de la pieza, otros preguntan por “el maestro” que la hizo situándola en un territorio liminal entre el arte y el comercio del contexto, unos más debaten sobre qué mismo trata la obra al enteramente desconocerla.


Hay sin duda aquellos que identifican a su referente real directamente: el monumento que fuera reubicado a la entrada de Guayaquil, notando la única variación realizada por Santillán. En la maqueta de resina, Alfaro no está siendo impulsado por las masas y encabezando una gran ola que lo llevaría al triunfo de la Revolución Liberal, como la escultura original de Alfredo Palacio lo sugiere, sino que esta vez está siendo arrastrado por ellas. De seguidores y revolucionarios quienes lo apoyan en el monumento ahora se han convertido en sus ajusticiadores en la maqueta. El cambio es tan obvio, pero al mismo tiempo tan sutil que hay quienes no constatan la diferencia. El clímax al cerrar de este primer día de la instalación del objeto en la Bahía es cuando la obra debe ser removida para volver al taller del artista, operación que cautiva la atención de una docena de curiosos. Un guardia, voluntario colaborador del callejón donde está siendo exhibida, la lleva al hombro hasta el taxi en donde será transportada esperándola en pleno Malecón. Y las miradas de los vendedores y paseantes, atrapados entre callejones, termina siendo testiga de un nuevo evento: ya no se trata de una procesión del ícono religioso de algún patrono de los mercados sino del arrastre metafórico de la más reciente encarnación del General Alfaro, ahora objeto de homenaje y sacrilegio, simultáneamente.


La maqueta de Santillán opera, desde su poderoso nuevo reducto en un callejón perdido de la Bahía, como una maquinaria de imágenes dialécticas, un dispositivo, un artefacto también pirata que habla de una piratería de ideas mucho más larga. Hay una fuerza atrapada en la memoria de los monumentos, de aquellos que la Municipalidad se ha encargado de vandalizar con su “guayaquileñidad” abanderada en los últimos meses. Hay algo en mí mirada que tiene que ver con momentos distintos pero concatenados … hay unos campesinos negros y anónimos del ejército de Carlos Concha Torres luchando lo que quedaba de la memoria de Alfaro en las selvas de Esmeraldas hasta 1916 y poniendo en jaque al gobierno del pelucón y traidor Leonidas Plaza Gutiérrez; hay un Abdón Calderón Muñoz asesinado a fines de los setentas a manos de un militar criminal de apellido Jarrín Cahueñas y sus sicarios, vuelto a eliminar políticamente por el inefable Fabián Alarcón una década más tarde; y hay un Eloy Alfaro, ahora y por un siglo, siendo trágicamente cercenado.


Hay una calidad en la mirada, hay algo, una pregunta, una tensión, una sospecha por un segundo que parece un minuto, varias horas, un par de días, que tienen que ver con el poder del arte fuera del contexto del arte: con la arqueología de la ciudad, con la vacuidad de la política, con la miseria de la Historia y con el terror del Estado.

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